De pequeña me fascinaba ver cómo mi abuela decoraba el salón con un ciclamen cuando llegaba el otoño. Era su forma de dar la bienvenida a la estación, de vestir la casa de color cuando fuera empezaban los días grises. Desde entonces, no concibo un otoño sin esa planta. Hoy sigo esa tradición en mi propio hogar, y cada vez que la coloco siento que recupero un pedacito de su memoria.
El ciclamen florece justo cuando más lo necesitamos: en los meses frescos y oscuros. Sus pétalos, que parecen elevarse hacia arriba, están llenos de movimiento y vida. Los hay blancos, rosas, púrpuras o fucsias, y esa variedad me permite elegir el que mejor encaje con la decoración de mi salón. Aun cuando no florece, sus hojas verdes con vetas plateadas son tan bellas que siempre tienen un lugar en casa.
Los cuidados que aprendí en familia
Mi abuela solía repetir que el ciclamen “necesita cariño, pero no cuidados complicados”. Me enseñó que hay que colocarlo en un lugar luminoso, pero sin sol directo, mantenerlo en un espacio fresco y regarlo siempre desde la base, dejando que la planta absorba lo que necesite. También me enseñó a retirar las flores marchitas para que siguiera floreciendo con fuerza. Gracias a esos consejos, el ciclamen se mantiene vivo durante semanas, a veces hasta meses.
Dónde lo coloco cada otoño
En mi hogar el ciclamen siempre tiene un lugar especial: el salón. Coloco la planta sobre la mesa auxiliar, junto a la ventana, donde la luz resalta sus colores. Aunque, allí donde esté, transforma el ambiente con frescura y calma.
Por eso, para mí, el ciclamen no es solo una planta. Es un gesto cargado de recuerdos, una tradición que me une a mi abuela y que cada otoño vuelve a llenar el hogar de flores, color y vida. Una forma sencilla de convertir los meses fríos en un tiempo cálido, lleno de memoria y de belleza compartida.